¿CÓMO DISTINGUIR LA CONDENACIÓN DE LA EXHORTACIÓN?
¿CÓMO DISTINGUIR LA CONDENACIÓN DE LA EXHORTACIÓN?
¿Cuántas veces nos hemos sentido mal
después de recibir corrección de parte de alguna autoridad en la iglesia? ¿Cuántas
veces sentimos que, más que ser corregidos, estábamos siendo condenados? ¿Cuántas
veces hemos estado abiertos para recibir la corrección impartida? Pudiéramos
continuar haciendo este tipo de preguntas, que en el fondo, tienen como raíz
dos problemáticas.
La primera es que, muchas veces, sobre
todo en un contexto legalista, cuando una autoridad eclesiástica buscar
corregir o exhortar, termina por condenar. La segunda es, más común en iglesias
menos legalistas, implica a creyentes que rechazan la corrección o
exhortación porque la confunden con condenación.
Entonces, para disipar las dudas en ambos
caso, me propuse definir y comparar los dos términos, condenación y exhortación, tanto semánticamente como bíblicamente. De forma que no queden espacios a malos entendidos, y así, se pueda
exhortar a otros sin caer en condenación o aceptar la exhortación sin sentirse
condenado.
Empecemos por el término condenación. Tomemos en cuenta que algunos libros de la Biblia,
en especial los que corresponden al pentateuco son textos de leyes y, por lo
tanto, el lenguaje que se deriva de ellos es jurídico. Como la expresión condenar que significa “1.Imponer [un
juez o tribunal] una pena a una persona por considerarla culpable de un delito
o una falta. 2. Desaprobar y rechazar enérgicamente una conducta, acción o una
doctrina que se considera inmoral y censurable.”[1] Cuando la Biblia usa la
expresión condenación lo hace generalmente
en la primera acepción de la palabra, refiriéndose a la pena que llega
como consecuencia de un delito o una falta, que para este caso se trata del pecado:
“Porque
la paga del pecado es muerte, más la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo
Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23)
El libro de Levítico, está lleno de
condenas para crímenes o pecados específicos, las cuales no pretendo enumerar aquí. Sin embargo, vale la pena aclarar que, bajo la concepción
de pecado bíblica, aun si solo se cometiera una sola falta, eso nos
convierte a todos en culpables y por lo tanto, merecedores de una condena:
“Porque
cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace
culpable de todos.” (Santiago 2:10)
Entonces, todos, de una u otra forma hemos
transgredido la ley, así que, “por cuanto todos pecaron están destituidos de la
gloria de Dios.”[2]
Sin embargo, como bien lo dice el primer versículo que citamos, el regalo de
Dios es la vida eterna por medio de Jesús. Es decir, que, gracias al sacrificio
de Cristo, hemos sido librados de esa condena. A esto llamamos salvación por
gracia. Por lo tanto:
“Ahora,
pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan
conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:1)
Entonces, si todos los que estamos en
Cristo Jesús ya no estamos condenados, significa que ninguno de nosotros debe
recibir ningún tipo de castigo por la infracción de la ley que, recordemos, la
consecuencia de infringirla era la muerte; por lo tanto, hemos sido librados de
ella para pasar a vida.
Bajo el nuevo pacto, nuestras acciones no
determinan nuestra entrada al cielo o la muerte eterna,[3] pero sí son una herramienta
poderosa para mostrar al Cristo que nos habita. Nuestro propósito es que él sea
mostrado por medio de nosotros, por eso somos cartas abiertas, escritas en
nuestros corazones para que puedan ser leídas por todos los hombres.[4] Esto requiere de enseñanza y preparación.
Como creyentes nos encontramos en proceso
de cambiar la vieja manera de pensar, por una nueva, acorde con la palabra de
Dios.[5] Estamos perfeccionándonos
para que el carácter de Cristo sea moldeado en nosotros, así “el que comenzó la
buena obra en nosotros la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses
1:6). Para este proceso, Dios se vale de distintas personas para lograrlo, geeralmente ministros suyos:
“Y
el mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros,
evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los
santos para la obra del ministerio, para
la edificación del cuerpo de Cristo.” (Efesios 4:11-12)
De forma que Dios usa a sus ministros para exhortarnos, los cuales han sido colocados aquí con el fin de
perfeccionarnos. Pero este punto no es suficiente para aprender a distinguir la
condenación de la exhortación. Pues la exhortación debe estar fundada en el
principio de la salvación por gracia. Por lo tanto, no puede haber ningún
posicionamiento que nos haga sentir merecedores del castigo eterno, porque
entonces, ya no es exhortación, sino condenación. La exhortación debe estar fundada en la sana doctrina,[6] que es la Palabra de Dios:
“Toda
escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para
corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea
perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.” (2 Timoteo 3:16-17)
La Palabra de Dios por sí misma tiene la
capacidad de enseñarnos y corregirnos para que continuemos hacia el camino de
la perfección. Además, la exhortación
debe darse con paciencia e instrucción,[7] la cual, a su vez, va de
la mano con la consolación.[8] Es decir, que la exhortación tiene un sentido didáctico convirtiéndose en un instrumento de aprendizaje en la vida del creyente. Cada quien está en su
derecho de aceptarla o no, pero no dejemos de lado que es para nuestro beneficio,
para que seamos perfeccionados en nuestro caminar con Cristo.
Espero que los versículos aquí empleados puedan
servir de herramienta para comenzar a distinguir la condenación de la exhortación.
Con la finalidad de que nunca condenemos a otro con el pretexto de corregirle, e igualmente, podamos recibir la exhortación sin llamarle condenación.
[2] Romanos 3:23
[3] Efesios 2:8-10
[4] 2 Corintios 3:2-3
[5] Romanos 12:2
[6] Tito 1:9
[7] 2 Timoteo 4:2
[8] 1 Corintios 14:3
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